En una campaña comercial para vender chocolates, el esclavo cardíaco de las estrellas olvida el purismo y escribe casi en prosa uno de los poemas más grandes de todos los tiempos. Con pausas y pulsiones aceleradas, Álvaro de Campos, sí, Pessoa, sí, Fernando, en su audacia menos benevolente, desgarra todas las capas del mundo, todas las grietas soñadas, todo el dolor cósmico y ordinario desde la ventana en un mundo que no termina de habitar. La tabaquería es indiscutible naturaleza muerta y los hombres que cruzan sus puertas en pasadizos rituales comparten su materialidad polvorienta.
Vanitas Vanitae para auténticos desbravadores de esa condición humana magnética del vacío, esos que miran alrededor y sienten la broma de Esteves sin metafísica. Léetelo cien veces y cien veces el terremoto se apoderará de ti sin cualquier posibilidad de agarrarse ni a versos ni a letreros. Por cierto, Pessoa no podría ser nihilista porque el nihilismo desprecia la belleza. Y él es todo y es nada y es belleza abrumadora. El autor y sus amigos heteronómicos dispensan presentaciones. Más de cien años después siguen arrasando allá por donde pasan aunque, supongo, que sin correr el riesgo de convertirse en estrellas del Pop.